Buenos Aires, 24 de marzo de 2014
Sibila Camps
Quien visita Famaillá, a 35 km de San Miguel de Tucumán, a la entrada del pueblo se encuentra con el “Parque Temático Histórico Ciudad de Famaillá”, un asombroso rejunte de figuritas de Billiken que amontona una réplica externa de lo que queda del Cabildo de Buenos Aires, otra de la reconstruida Casa de Tucumán, y otra de la Pirámide de Mayo. En el pasto reseco estacionan más réplicas: la de una carreta tirada por dos bueyes, la de un carro cañero, la de otro carro. Montan guardia estatuas en cemento de dos granaderos, un farolero colonial, una dama antigua con su esposo en levitón y sombrero de copa. En ese zafarrancho de historia argentina puesta en simultáneo, nada recuerda –con riguroso cuidado– lo más importante que sucedió en ese lugar.
Famaillá evoca dos cosas. Para algunos, la Fiesta Nacional de la Empanada. Para otros, el primer centro clandestino de detención del país, la tristemente célebre Escuelita de Famaillá. En el fondo, ambas evocaciones son ceca y cara de lo mismo: el inicio del terrorismo de Estado en el país, en una provincia pequeña, que padeció 33 centros clandestinos de detención.
Construida entre 1972 y 1974, la Escuela Diego de Rojas se inauguró antes como centro clandestino que como establecimiento educativo, en las afueras de Famaillá. Fue en febrero de 1975, apenas iniciado el Operativo Independencia. Por allí pasaron, en los meses subsiguientes, más detenidos-desaparecidos que el número total de habitantes del pueblo; muchos de ellos continúan desaparecidos. Entonces, en apenas cinco kilómetros a la redonda había tres centros clandestinos de detención: La Escuelita, Nueva Baviera (en el ex ingenio homónimo), y La Fronterita (en los conventillos del ex ingenio del mismo nombre).
Los dos últimos fueron demolidos al poco tiempo. Ya desalojada de víctimas, en 1977 la Escuelita fue equipada y reinaugurada como establecimiento educativo de nivel primario. Entonces, muchos vecinos y vecinas fueron a llevar y a buscar a sus hijos, al mismo edificio donde habían permanecido secuestrados y torturados. Para comenzar a oficializar el olvido y poner un poco de alegría, en 1979, el intendente de facto, mayor Hugo Francisco Caro, instituyó la Fiesta Nacional de la Empanada.
Con los años, la Escuela Diego de Rojas fue ampliada. Allí funciona, en el turno noche, el Instituto de Enseñanza Superior de Famaillá. La primera construcción, la que sirvió como chupadero, es fácilmente reconocible, por las rejas prietas que bloquean las ventanas de las aulas. Hasta 2010 o 2011, fue el único indicio –sólo para memoriosos y entendidos, y en todo Famaillá– del horror que se había concentrado en ese pueblo y sus alrededores. En esa fecha se agregó el monolito que muestra la foto, visible únicamente porque fue tomada con zoom; desde la calle –una ruta provincial que ahora parece una avenida–, sólo quien busca atentamente una señalización consigue verlo.
En paralelo, los mellizos Orellana fueron erigiendo en cemento la historia oficial. Hace ya muchos años que van turnándose para ser intendente y legislador provincial. En el fondo es lo mismo, ya que suelen firmar sus obras –una inmensa galería kitsch a cielo abierto– como “intendencia” o “gestión Mellizos Orellana”.
En 2011, el ministro de Educación, Alberto Sileoni, prometió que la Nación construiría una nueva escuela, y dejaría el ex centro clandestino de detención como museo para la memoria. Nada de eso ha ocurrido hasta ahora. Al menos, el 1º de agosto de 2012, por cuenta y cargo de ese ministerio, en una de las esquinas de la manzana que ocupa la escuela se inauguró un monolito de tamaño insoslayable, diseñado por dos jóvenes arquitectos de Tucumán (sólo recuerdo el nombre de Natalia Ariñez, hija de un desaparecido).
Estaba en Tucumán esa semana, cubriendo el juicio por Marita Verón, y pude acercarme: la mayor parte de las personas presentes –unos pocos cientos– eran militantes de organizaciones de derechos humanos que habían ido desde la capital, más otro grupito del sur de la provincia. El gobernador José Alperovich no fue de la partida. Casi no había habitantes de Famaillá.
A la entrada del pueblo, en ese Billiken de utilería, inmaculada de cal resplandece la pequeña Pirámide de Mayo. Ninguna Madre ni Abuela ha ido aún a hacer girar la noria de la buena memoria.